El ballet no es solo una forma de arte; es una disciplina rigurosa que moldea cuerpo, mente y espíritu. En quienes lo practican desde temprana edad, el ballet fomenta la constancia, la sensibilidad estética, la memoria, la inteligencia emocional y el trabajo en equipo. Es un camino que exige esfuerzo, pero que también brinda un sentido profundo de realización y conexión con la cultura. Por eso, formar parte de una compañía de ballet no significa solo subir a un escenario, sino crecer con una vocación que transforma la vida. En la Universidad Autónoma de Querétaro, este espíritu ha sido cultivado por más de tres décadas gracias al trabajo incansable de la Compañía de Ballet “Fernando Jhones”.

La historia de este grupo universitario comienza con la llegada a México de los bailarines cubanos Fernando Jhones y la Dra. Dubia Hernández, ambos formados en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Aunque llegaron al país como parte de un programa de asistencia técnica en la Compañía Nacional de Danza y el CENART, su experiencia y formación académica pronto los llevaron a colaborar con distintas instituciones, hasta que finalmente encontraron en la UAQ su hogar profesional.

“Cuando llegamos aquí, no había nada sobre ballet”, recuerda la Dra. Dubia Hernández. “La universidad existía, pero no había una estructura formal. Fuimos nosotros quienes implementamos el plan de estudios, basado en la experiencia que traíamos de Cuba, donde no solo se baila, también se estudia teoría, historia, anatomía, metodología. Queríamos que los bailarines fueran también pensadores”.

A lo largo de estos 35 años, el legado del maestro Fernando Jhones —quien da nombre tanto a la compañía como al espacio escénico que hoy lleva su nombre— ha dejado una marca profunda en la formación de generaciones de bailarinas y bailarines universitarios. Desde sus inicios, el proyecto apostó por la profesionalización del ballet en el ámbito académico, impulsando la entonces Licenciatura en Artes Escénicas de la hoy Facultad de Artes, en colaboración con otros maestros fundadores.

La historia del Ballet Fernando Jhones está íntimamente entrelazada con la vida de su fundador. Desde su infancia en Cuba, su camino en la danza no comenzó por vocación, sino como una solución desesperada de su madre. “Era un niño muy inquieto. Se escapaba, se iba en bicicleta por el malecón, hacía travesuras… mi suegra ya estaba harta”, relata su esposa. Fue entonces cuando, al enterarse de una escuela de ballet dirigida por maestras rusas, decidió inscribirlo con la esperanza de canalizar su energía. Lo que no imaginaban era que ese niño rebelde tenía condiciones excepcionales para la danza.

Uno de los maestros rusos, Michelle —quien más tarde lo acogería como si fuera su propio hijo— descubrió su talento y lo impulsó a presentar la audición para ingresar a la Academia de Ballet Ruso en Cuba. A partir de entonces, su vida dio un giro trascendental. Se formó con disciplina, se perfeccionó con dedicación y más adelante fue admitido en el Ballet Nacional de Cuba, donde su ascenso fue meteórico: de solista a primer bailarín en apenas cinco meses. Ganó concursos internacionales en Moscú y otras ciudades del mundo, obteniendo medallas de oro y premios a la mejor interpretación. “Era un genio del ballet”, afirma sin titubear su compañera de vida.

Su esposa también tiene una historia singular. Aunque provenía de una familia de clase media baja, acompañaba a su hermana mayor a clases de ballet y fue ahí donde la descubrieron. El director de la escuela la vio jugar en un pasillo y, reconociendo su potencial, la sacó del conservatorio donde estudiaba piano con una beca, para integrarla a la Escuela Nacional de Ballet de Cuba. A los 16 años ya estaba graduada y comenzaba a recorrer el mundo como bailarina. “He viajado a más de 50 países”, recuerda. Fue en esos recorridos y formaciones donde ella y Fernando Jhones se conocieron. Ella provenía de la escuela pública fundada tras la Revolución; él de la escuela de élite que se desmantelaría poco después. Fue entonces cuando coincidieron en la Escuela Nacional de Arte, dando inicio a una vida juntos que duraría 36 años de matrimonio, hasta el fallecimiento de Jhones a causa de un infarto.

Su llegada a Querétaro fue casi por casualidad. Una maestra mexicana los conoció en un curso impartido en México y los invitó a dar clases en la ciudad, con la idea de que se quedarían un año. Sin embargo, surgieron conflictos y estuvieron a punto de regresar a Cuba, hasta que el gobierno estatal intervino y decidió contratarlos directamente. Fue un momento incierto. No tenían espacio para ensayar hasta que una maestra vinculada a la Universidad Autónoma de Querétaro les ofreció un salón. Allí fueron descubiertos por Roberto González, entonces restaurador, quien aspiraba a ser director de la Facultad de Bellas Artes. “Nos dijo: ‘Si salgo director, ¿cuento con ustedes para abrir ballet en la universidad?’”, rememora ella. Aunque dudaron de la promesa, González cumplió y, tras asumir la dirección, les otorgó una plaza. Así comenzaron desde abajo, con un taller de ballet que poco a poco creció y se transformó en la actual Compañía de Ballet “Fernando Jhones”.

Desde entonces, el legado artístico y pedagógico de esta pareja ha dejado huella en generaciones de bailarinas y bailarines queretanos. “La licenciatura la hicimos nosotros, mi esposo y yo, con los planes de estudio que trajimos de Cuba”, afirma con orgullo. Su hija también estudió esa carrera, y posteriormente hizo la maestría y el doctorado en la Universidad de Guanajuato, siguiendo los pasos de sus padres.

A pesar de los logros, el camino no ha estado exento de dificultades. La falta de apoyo económico ha sido un obstáculo recurrente: “Cuando nuestras estudiantes son invitadas a representar a México en festivales internacionales, suelen cubrir por cuenta propia los gastos de viaje. Lo ideal sería contar con el respaldo institucional, pero en general, el ballet y las artes escénicas enfrentan una carencia de apoyo estructural a nivel nacional. Muchas veces no se trata de falta de voluntad, sino de la ausencia de recursos destinados a la cultura, lo que limita el desarrollo y proyección de jóvenes talentos”, comenta la Dra. Hernández. Aun así, con esfuerzo colectivo y vocación, la Compañía continúa activa, organizando encuentros nacionales de ballet y presentaciones en foros importantes como el Auditorio Josefa Ortiz de Domínguez y el Teatro Metropolitano.

El impacto del ballet va más allá del escenario. Para la Dra. Hernández, el arte es vital para cualquier sociedad: “No todo en la vida es trabajar. La gente también necesita soñar, y la cultura ofrece ese respiro. En Querétaro hay mucho interés, cuando presentamos ‘El Cascanueces’ con la Filarmónica, el público llenó el auditorio. Eso nos da esperanza, porque significa que sí hay quienes valoran esto”.

Hoy, aunque jubilada, la doctora sigue apoyando el trabajo de la compañía, ahora bajo la dirección de su hija, la Dra. Dunet Pi Hernández, quien también se formó desde niña en este arte. El legado continúa con la misma pasión con la que inició: la convicción de que el ballet, como toda expresión artística, transforma no solo a quien lo baila, sino también a quien lo vive.